FUNDAMENTOS NUTRICIONALES

Con la llegada de la agricultura, hace unos 11.500 años, los humanos —que hasta entonces estábamos diseñados para alimentarnos principalmente de productos animales— tuvimos que sortear esas limitaciones fisiológicas adaptándonos a una dieta basada en plantas. Y ese giro fue brutal, porque supuso romper con lo que era la dieta natural de nuestra especie.

Más adelante lo veremos con detalle, pero lo cierto es que la entrada de alimentos producidos industrialmente (los ultraprocesados que todos conocemos) —llenos de cereales, aceites de semillas, azúcar o el nefasto jarabe de maíz alto en fructosa— ha traído consecuencias desastrosas para el metabolismo y la salud de cualquier ser humano.

Para entender esto, primero hay que reconstruir cómo surgió la dieta natural de nuestra especie. Aunque descendemos de primates, nuestra evolución nos llevó a alimentarnos de manera muy distinta.

Miremos a los chimpancés, nuestros parientes más cercanos. Ellos llevan seis millones de años con la misma dieta: básicamente frutas, tallos y hojas cargados de fibra, con un aporte mínimo de carne. El gran problema de todos los mamíferos que basan su dieta en vegetales es uno: ninguno puede digerir la celulosa, que es la fibra que recubre las paredes celulares de todas las plantas.

¿Cómo lo resuelven? Gracias a una alianza simbiótica con bacterias intestinales anaerobias. Miles de millones de estas bacterias viven en órganos intestinales adaptados, donde fermentan la celulosa y la convierten en alimento utilizable por el mamífero. En el caso de los chimpancés, ese órgano es un intestino grueso enorme, por eso se les llama “fermentadores del intestino posterior”. Lo mismo ocurre con caballos, cerdos, elefantes, conejos, rinocerontes y muchos otros.

En cambio, los rumiantes como las vacas, las ovejas o los antílopes tienen su órgano especializado en la parte anterior del aparato digestivo: un estómago dividido en cuatro cámaras. De ahí que se les conozca como “fermentadores del intestino anterior”.

La clave de esta simbiosis es clara: las bacterias obtienen un entorno seguro donde reproducirse y, a cambio, convierten la celulosa en grasas saturadas de cadena corta, que son la auténtica fuente de energía de estos animales. Dicho en simple: una vaca convierte hierba —un alimento prácticamente sin carbohidratos— en ácidos grasos saturados densos en energía, esenciales para su supervivencia. Y cuando nosotros comemos a esos rumiantes, aprovechamos también ese proceso.

En definitiva: tanto los intestinos posteriores como los anteriores de los herbívoros son fábricas hiper-especializadas en transformar celulosa en grasas saturadas. Todos los mamíferos que dependen de plantas necesitan estas bacterias intestinales para obtener energía y nutrientes. Y además, cuando esas bacterias mueren, sus propios cuerpos celulares proporcionan proteínas que nutren los tejidos del huésped.

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